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Dorotea llevaba a espaldas a su pequeña hija Candelaria, mientras avanzaba lentamente sobre las hojas y la hierba que cubrían el sendero durante el otoño, disponiéndose como abrigo para el invierno. En la mano derecha cargaba con los frijoles que necesitaba para la cena y transportaba a pie desde el pueblecito situado en la base de la montaña. Una extraña sensación la invadió en su interior y alzó la mirada al cielo despejado del Perú.
Al mismo tiempo Abeer narraba entusiasmada a sus sobrinas, en la alcoba, la historia de las mil y una noches. Gesticulaba de una manera tan vivaz y realista que a las pequeñas les costaba no sobrecogerse mientras el genio de la botella se abalanzaba sobre el pobre pescador astuto. Su madre escuchaba las historias mientras frotaba el suelo con el trapo de rodillas, rememorando aquellos tiempos en que ella y su hermana pequeña se divertían imaginando qué sería de la vida y la fantasía.
Han Na estaba agotada en la entrada de su chozita frente a los arrozales. Los brotes se encontraban altos desde su altura, pero el trabajo del día había merecido la pena. Tendrían cosecha para mucho tiempo, sin embargo sólo pensaba en cómo conseguir el dinero para ayudar a sus hijos que habían decidido marcharse a la capital, tal vez apretándose el cinturón y racionando el arroz de ese año pudieran sacar lo suficiente. En el interior de la choza su marido ya había caído rendido a los sueños, pero algo la inquietaba y no podía dejar de mirar el paisaje rupestre.
Ainara acariciaba a su perro mientras hacía las cuentas del mes en su pueblito de España. Desde que se encontraba en el paro los gastos se habían convertido en algo peligroso para ella y su familia. Su esposa aún tenía trabajo como maestra, pero "mantener hijos en el mundo desarrollado no es tarea fácil", se decía mientras veía a la pequeña Sandra jugar apilando cubos de madera para hacer una torre y se dibujaba en la comisura de sus labios una sonrisa de esas involuntarias.
Todas sintieron al mismo tiempo un latido, un leve temblor bajos sus pies, y la mirada se les puso en blanco por el miedo a lo que pudiera venir después, sin embargo tan sólo se sorprendieron pasando su brazo por la frente como signo de alivio al tiempo que la torre de Sandra se desmoronaba haciéndola aplaudir y reír inocentemente. Que increíble y fugaz es la vida, pensaron. Y cada una volvió a sus quehaceres.
ALFREDO GIL PÉREZ 20/10/2009
Pasaban ya las 10, el sol se ponía religiosamente tras las montañas y yo seguía allí, postrado bajo el dintel de aquella antigua ventana de madera caoba, mientras me entretenía observando el panorama de aquella oculta zona rupestre.
La iglesia del pueblo de Reboreda, (Redondela) se alzaba ante mí, con sus tétricas sombras y frondosas marcas de humedad sobre la piedra gallega. Me bastaba con recrear la vista protegido del manto de agua fina cómo dientes de león que se desmoronaba sobre nuestro techo. Nada podía compararse con la quietud de aquel ambiente al mismo tiempo tan dinámico, la ciudad quedaba atrás y además lejos, eso si hablamos de la mía...
"El mejor invento de todos los tiempo, y no lo ha hecho el ser humano" Susurraba para mis adentros mientras seguía con mi dedo índice la trayectoria de una perla de agua cristalina que juguetona bajaba por el cristal de aquella ventana. Pero en un zarandeo de la misma ocasionado por el viento otoñal, se escapó de mí, precipitándose a la calle mojada por la que un improvisado torrente de agua se deslizaba.
Instintivamente abrí una se las hojas de la ventana y me asomé para tratar de seguir, sin éxito, el camino que había tomado ahora fundida entre sus compañeras. ¿Sería la misma gota?
El frescor del agua rozando mi nuca y deslizándose por mi rostro hasta desprenderse de él, me hizo cerrar los ojos y querer disfrutar de la lluvia como es debido. Pues ya se sabe que para entender las cosas hay que mojarse en ellas, nunca mejor dicho... Así que me decidí a salir por el patio trasero a la explanada que se extendía tras la casa en la que nos alojábamos.
El primer paso fuera y la sensación del agua derramándose libre sobre mí hizo que se paralizaran cada uno de los sentidos para centrarse en aquella curiosa experiencia. Tuve ganas de saltar y salté, ganas de gritar y grité. Me sentía eufórico como un niño de ojos grandes que corretea divirtiéndose a cada paso como si fuera el último pero sin planteárselo. Sin plantearse nada más allá del juego. Con la mente libre, ligera, como las briznas de agua evaporada que se condensaban sobre mi cabeza.
Una lágrima conmovida se escapó de mis ojos, lo supe por su sabor salado, y me di cuenta de lo grandioso de la vida para aquél que sabe disfrutarla. Aquel que aprovecha el tiempo y es capaz de evadirse del resto en situaciones como aquella, para disfrutar de la inmensidad y fuerza de cuanto le rodea.
Mis ropas pesaban ahora más que de costumbre debido al agua que se arremolinaba entre sus fibras. Al escurrirla chorros caían siguiendo su curso y por mi mente la trayectoria de lo que esperaba fuera mi vida se dibujaba como un esbozo, que como todo buen pintor sabe, cambia con las decisiones que tomemos en el lienzo de nuestros días, pero no deja de ser una apasionante intención de querer pintar. Miré hacia donde me permitía la densa cortina de agua, di la vuelta y regresé a la entrada de mi morada, aunque nunca hubiera sentido la sensación de haberla abandonado.
Alfredo Gil Pérez 10/01/2010